El Negro limpiaba por inercia sus anteojos de lectura, aunque ya tenía un ojo ciego y casi no se acordaba de cómo se leía.  A veces, solo a veces era consciente de su propio deterioro. La mayoría del tiempo vivía en su mundo, cuidado celosamente por un conjunto de mujeres que su corazón reconocía, pero su memoria ya no.
  Esa tarde lo habían sacado a pasear. Él jugaba con sus dedos mientras trataba de hilar una frase coherente en su mente, que pudiera después expresarla con sus labios. Conocía a esa muchacha que pacientemente le leía las noticias del día. ¿Sería su esposa? ¿Su hija? ¿Tenía hijas? Sus pocos recuerdos lo llevaban a su juventud, a las caballerizas donde prestó el servicio militar, y antes, mucho antes. Pero la imagen que le devolvía el espejo cada mañana no se correspondía con la edad que él sentía tener. Esa maldita enfermedad…
 
—Nono, mirá. ¿Vos no tenías un auto así?
— (Nono)

La imagen que le muestra lo lleva a sus primeros años de casado, su Ford del año 39, su viejo Topolino. Casi puede oler los interiores de cuero y madera. La mira a ella y el castaño de sus ojos enciende una chispa lejana, que no sabe bien qué significa. Y vuelve a las caballerizas. De sus labios, se asoma solo una sonrisa, ni una palabra, pero ella la sabe interpretar. Le señala la foto, con otro interrogante silencioso.

—Se lo regalaste al Pacha, ¿te acordás? Tu nieto más grande. 
— (No. Sinceramente no recuerdo tener nietos)

Ella sigue hablando como si la conversación fuera de verdad fluida. Y le da tiempo para perseguir esa pequeña llama lejana que trata de decirle algo.

—Estaba medio arruinado, muchos años quieto. Él lo arregló y lo dejó hermoso. Lo tiene en una exposición y ha recibido ofertas muy jugosas por él. Pero no lo va a vender. Algo tuyo no tiene valor monetario. Lo pintó de nuevo, le volvió a cromar las molduras, tapizó los asientos, encontró el mismo color gris medio celeste del cuero original, le puso luces nuevas, y creo que tuvo que arreglarle partes del motor, no sé bien qué, los frenos seguro… Es un placer verlo. Podríamos ir alguna tarde ¿Te gustaría?
— (Mi viejo Ford) 
Le enternece su paciencia. Y cree vislumbrar un recuerdo: es una niña arriba de un caballo, riendo de una forma casi mágica. Intenta retenerlo, pero es como querer sostener entre los dedos una voluta de humo. 

—A mí no me dejaste nada. Y eso que también soy tu nieta mayor. Pero bueno, me quedaron los buenos momentos vividos, ¿no? 

El reproche no es real, está jugando, eso sí lo puede notar. Y ella sabe que él lo sabe, porque se ríe. Y esa risa enciende una hoguera, y la ve, y se ve montando un alazán en un prado con ciruelos a un costado y viñas al fondo. 

—Los caballos —Le dice— Para vos son mis caballos. 

La frase sale nítida aunque temblorosa. Y ella lo abraza y se apoya en su pecho, donde deja escapar un par de suspiros. Le da un beso húmedo de lágrimas. 

—Gracias nono. No sabés lo que vale lo que me acabás de regalar. Vos nunca tuviste caballos, pero solo a mí me llevabas a montar a los campos del tío.

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