DEJA VU



Abrió un ojo con cautela. Luego el otro. Inspiró hondo y exhaló despacio. Contó hasta diez. Luego hasta veinte. Se sentó en la cama y abrió los brazos para quitarse la pereza. Tronó la espalda y movió los pies en círculos, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Una sonrisa le brotó bajo el bigote prolijamente recortado. Iba a ser un gran día. Todavía no entendía cómo lo había logrado, pero no iba a perder ni un minuto elucubrando conclusiones. Le habían hecho caso y era lo único que le importaba. El silencio resonaba en la casa vacía. 

Paz.

Era consciente de su vejez y de su deterioro. Sabía que necesitaba de los demás. Pero estaba harto. Tanto cuidado excesivo terminaba por dañarlo. Nadie lo entendía. Ni sus hijos, ni sus nietos, ni los hijos de sus nietos...

Paz.

Solo eso. Un día. Un ratito siquiera.

Desayunar sus huevos revueltos y el café que tanto le gustaba sin pensar en protectores gástricos. Recorrer a su ritmo un parque solitario. Llenar sus pulmones con el aire helado del invierno incipiente. Leer. Hacía tanto que no leía. Y mucho más que no escribía ¿qué había sido de su viejo cuaderno de poemas? Aquellos con los que conquistó a su amada Mirta. Donde estaban los cuentos que inventaba con sus hijas. Donde había escrito infinidad de recuerdos. De metas. De sueños. Y alguna que otra pesadilla.

Se descubrió subiendo al altillo, cuidando cada movimiento en la escalera de madera exageradamente empinada.  La habitación era pequeña y olía a tiempo y humedad. El polvo que todo lo cubría, se levantaba en estelas danzantes a su paso. Bajo un escritorio olvidado había una caja marrón. Y adentro sus memorias.

Revisó algunas fotos. Ojeó notas que apenas recordaba. Dejó escapar alguna que otra lágrima. Encontró lo que buscaba y salió. 

Caminó dos cuadras y media, cruzó una calle y llegó a la plaza. Se sentó en un banco, bajo uno de esos árboles que nunca pierden el verdor y comenzó a leer. 

1954 había sido un año complicado. Sus padres (y varios vecinos) habían muerto de una extraña enfermedad que él apenas superó. Había comenzado con malestares generales, hasta llegar a durísimas cefaleas, hemorragias, fiebre y alucinaciones. No recordaba haber escrito nada ese año, sin embargo reconocía su letra, alterada, pero indudablemente suya:

XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX X
 El final está aquí. El silencio en las calles. La soledad absoluta. Líneas blancas cruzan el cielo y apenas se distinguen en la noche, una muerte piadosa para algunos. Los que sobrevivan serán los herederos del dolor. 
XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX XX X


Algo en esa nota, evidente producto del delirio, lo hizo estremecer. Le hacía ruido el silencio, la soledad. Y los XX repetidos por toda la hoja de forma casi desesperada. ¿Se referiría al año? ¿2020? La laguna en su mente no colaboraba. En su juventud había oído hablar de los chemtrails , supuestos químicos lanzados por grupos de poder al aire para contaminar la vida y al poco tiempo había enfermado. ¿Casualidad? ¿Serían esas las líneas blancas de la nota? Recordó un dibujo que le había llamado la atención: su bisnieto había pintado con acuarelas  un arcoíris en la noche y lo había pegado en la heladera ¿habría visto algo? ¿O era su mente, siempre inclinada a la fantasía, la que le jugaba una mala pasada?

El silencio parecía aumentar su profundidad, y él se dio cuenta de que no había nadie en las calles. NADIE. Los negocios estaban cerrados, todas las persianas bajas. Ni un auto. Ni un alma.

La paz que anhelaba ya no le pareció tan gloriosa y tuvo la urgencia de reencontrarse con su familia. Con su hija que lo peinaba y le acomodaba la ropa antes de besarlo en la mejilla a cada rato, con su nieta mayor que lo miraba de costado, siempre atenta a su celular, con su pequeño Bo que le llenaba la vida de risa y color con sus ocurrencias. Con su hijo y su nuera, la de las comidas veganas. 

De repente la soledad lo abrumaba. Y un presentimiento nefasto emergía de lo más recóndito de su memoria
Un déjà vu. La persistente sensación de ya haber vivido algo similar. 

No alcanzó a cruzar la calle. Una camioneta blanca, sin patente, le cortó el paso y de él bajaron tres hombres (¿hombres?) armados que por señas le indicaron que se arrodillara. 

"Es él" dijo uno, mientras apoyaba un artilugio en su frente. 
"Imposible" dijo otro, mientras corroboraba los datos en el visor.
 "Hay que llevarlo" ordenó el tercero "nadie sobrevive dos purgas en una vida".




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