La Venganza de la Caperucita Roja
Una lágrima solitaria rodaba en mis mejillas teñidas de sangre dejando un surco rosáceo antes de caer al río. El cuerpo deforme y relleno de piedras del Lobo dio dos vueltas por la orilla antes de desaparecer bajo las aguas oscuras que lo sepultaron. Nada quedaba, nada. Sólo el vacío y el miedo latente anidado en la boca del estómago. Todo comenzó aquella mañana. Aunque venía de mucho antes. El malestar de mi abuela que vivía sola en el medio del bosque me dio la excusa perfecta para huir de mi casa. La misma que mi madre y su amante, el Leñador, habían convertido en un centro de torturas. Vestí mi caperuza de lana roja y disimulé con ella la manta que escondía en la espalda con dos o tres mudas más de ropa. En una canasta llena de víveres y flores, oculté algunas monedas, una navaja y unos cuantos fósforos. Tras un viejo roble, no muy lejos de la casa, me esperaba el temido Lobo Feroz. De pelaje oscuro, grandes ojos y orejas largas, el Lobo era el