LA FLOR MAS BELLA
Largos y esbeltos eran sus tallos, su piel blanca y sedosa como los pétalos de un jazmín; el cabello dorado, como el sol, como los narcisos que cada temporada florecían bajo su ventana. Era un espectáculo verla recostada en una lona de colores, sobre el césped, leyendo una revista trivial. O pasearse, meneando sus hojas, por el fondo de la casa, mientras yo en el lote de al lado, me afanaba en sacar malezas y podar los arbustos del jardín. Cada jueves, recorría en mi camioneta desvencijada, las 25 cuadras y media que separaban mi casa, de la casa de mi patrón; donde cada jueves limpiar el patio y regar las plantas, eran más un placer que un trabajo. Por supuesto que yo era invisible. Un insecto más, tratando de acariciar con sus alas, aquellas cálidas mejillas. Habían pasado tres años desde mi descubrimiento de aquella hermosa, hermosísima mujer. Tres largos y solitarios años de soñarla, desearla, imaginarla… tres años en los que jamás me dedicó la bondad de una simple mirada