La casa estaba llena de monstruos. Siempre había sido así. 

Era normal verlos caminar, entrar, salir, mover cosas, arrojar otras.

Los gritos ya no la atormentaban. Tampoco los arañazos ni los tirones de pelo. Se había acostumbrado a los empujones, a los mordiscos en la oscuridad, a las marcas rojas que le dejaban en la piel.

Ella todos los días ordenaba el desastre que hacían. Limpiaba los destrozos, las inmundicias, llorando sus miedos y su asco en silencio. 

Eran fantasmas de ojos velados y aromas ácidos. De dedos fríos y voces lastimeras. Eran seres que arrastraban los pies al caminar, adormilados, por los pasillos. Eran entes oscuros que por las noches entraban entre sus sábanas para hacer cosas indecibles entre sus piernas, mientras el terror paralizaba su cuerpo y le impedía gritar. Luchar significaba más violencia, más dolor, más vergüenza. 

Y ella, sola en el mundo a sus doce años, no podía escapar.

Al fin y al cabo a aquellos monstruos los llamaba mamá y papá. 


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