RITUAL

Sus manos bien arregladas y manicuradas estaban inquietas. Acariciaban su propio cuerpo desde el cuello hasta su lugar íntimo de placer, allá al sur del ombligo. Cuando el ardor de la piel llegó a su cenit, recordó que no solo sus manos podían darle placer...

Su casa, su templo solitario velaba su desnudez envolviéndola en sombras sugerentes. Se sentía bien, poderosa, la música fuerte, los aceites quemándose impregnaban la habitación, y el jazmín se mezclaba con el olor de su propio sexo, de su sudor.

El vacío delató su presencia en forma de un latido doloroso en la entrepierna. Sin dejar de tocarse ni de mirar hacia adelante, hurgó en su mesa de luz y dio con su juguete, aquel que solo ella sabía que existía. ¿Se puede tener un romance con un objeto sin vida? Claro que sí. Ella lo sabía. Era su consentido. Su alivio en las noches silenciosas, en aquellas donde su imaginación volaba a los brazos de sus amantes invisibles, mientras lo introducía en su interior. Lentamente. Firme. Incansable. Era casi tan bueno como que un hombre. A veces incluso mejor. Ella sabía cómo encender su fuego. Ella sabía cómo amarse a si misma. 

Aunque esa noche, sólo esa noche, se dejaría avasallar por la pasión de ese extraño esposado a la cama que la miraba con los ojos encendidos y la boca entreabierta en un jadeo expectante. La tortura era dulce. El placer, tangible en el aire. Y él la esperaba duro, listo, entregado. 

Cuando el deseo le nubló los sentidos y todo su cuerpo pedía más, se acercó a Diego, gateando por la cama como una fiera al acecho. Lo tomó entre sus manos y mientras le besaba la boca sedienta, con destreza fueron uno en un espiral ascendente de puro fuego, en el rito más antiguo del mundo.




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